sábado, 27 de febrero de 2010

IRIGOITIA


El hombre con aspecto de pordiosero se acerca y les ofrece hacer un retrato a lápiz o al carbón. Los forasteros -que no entienden el castellano- rechazan con sequedad el trabajo ofrecido. Acto seguido, expresan en inglés la mala impresión que les ha causado la traza andrajosa de ese individuo.

El pintor alcanza a oír el comentario y con todo respeto vuelve a dirigirse a los forasteros, esta vez en el mas correcto inglés, para decirles antes de retirarse:

-Disculpen, no ha sido mi intención molestarlos...

Era don Ricardo Irigoitía.-

La anécdota rescatada por Miguel Angel Chacón en El Argentino, Suplemento del 75º Aniversario, nos pone en contacto con el mas singular de nuestros personajes populares. Porque no es común que un hombre de la calle hable inglés correctamente y pinte cuadros de calidad, mas allá de los simples retratos callejeros. Y mas extraordinario resulta que posea una cultura tan vasta, que le permita hablar con solvencia de historia antigua, filosofía y otros temas. Tales eran las condiciones de don Ricardo Irigoitía, el que Gualeguaychú viera rodar por sus calles hasta hace una veintena de años.

Su trajinada vida, de la que nuestra gente conoció sólo la última etapa, nos invita a la reflexión. Veamos.

Oriundo de Costa Uruguay, en su juventud se va a vivir a Rosario donde entre otras cosas, aprende inglés. También despunta allá su vocación por la pintura y se relaciona con prestigiosos artistas, como el célebre Raúl Domínguez.

De regreso al pago, el joven Ricardo Irigoitía conoce a don George Elmer Oppen, inmigrante norteamericano que desde 1916 fue agente de Ford en nuestra ciudad. La buena impresión que Irigoitía le causa y su dominio perfecto del inglés, hacen que el Señor Oppen firme una recomendación dirigida a la central de Ford en Estados Unidos, para procurarle trabajo. Y allá marcha el inquieto muchachito, en busca de mejores destinos. Consigue trabajo en Ford, pero fue breve esa etapa: al poco tiempo se emplea como marino mercante, actividad en la que parece haber encontrado su real vocación. Embarcado, Irigoitía conoce el mundo. Y se enamora de una bonita portorriqueña, con quien se casa para radicarse en Nueva York.

Ganaba como marino buena plata. A punto tal, que adquiere una mansión neoyorquina de pintoresco estilo colonial centroamericano, con amplios balcones y vistosos ventanales.

Allí nacen sus dos hijas y cada vez que emprende un largo viaje por los mares, añora como todo marino, la vuelta al hogar.

Pero un día, cuando llega a su casa lleno de ilusiones, se encuentra con una sorpresa que lo decepciona y lo derrumba brutalmente. Vuelve solo a la Argentina, destrozado, entregado totalmente al alcohol; deambula por Buenos Aires y mas tarde se enferma, por lo cual es internado largo tiempo.

Y regresa a Gualeguaychú. Pero es otro: el joven lleno de vida, ambiciones y esperanzas, vuelve entregado, enfermo, abandonado. Esto nos recuerda lo que sosteníamos antes, sobre los personajes callejeros. Decíamos que, en algunos casos, un revés de la vida los derrumbó y los arrojó a la calle: Irigoitía es un ejemplo patético. En este momento de su vida lo conocimos, cuando se ganaba el pan pintando retratos al carbón o a lápiz. Pasaba tardes enteras en la Biblioteca Sarmiento en su mesa, leyendo páginas interesantes de "La ciudad antigua" de Foustel de Coulanges o las de Herodoto o Plutarco. Entonces nos hablaba a los estudiantes secundarios de Epicuro o Lucrecio, como de otros autores clásicos que admiraba, con un dominio asombroso. Tenía Irigoitía dos pasiones excluyentes: la Grecia Antigua y sus dos hijas, a las que nunca volvió a ver, pero recordaba con ternura.

Era un hombre correcto en todo sentido, un verdadero caballero, por encima de su indigencia. Vivía con lo indispensable, dormía a la intemperie en un baldío de Churruarín y Doello Jurado. Seguramente que entre sus personajes admirados de la Grecia antigua, Diógenes debió ocupar un lugar de relevancia en sus preferencias.

Su otra pasión, como decíamos, era la Biblioteca. Cierta vez un borracho se metió en el salón. El personal, en su totalidad del sexo débil, no se animaba a echarlo. Irigoitía, que también fue presa del alcohol y hombre de la calle, no tuvo duda sobre su obligación: él era de la Biblioteca y entonces se levantó y sacó el intruso a empujones.

Sus últimos años los pasó en un ranchito de Rivadavia y Misiones, que le facilitaba Hector Franchini (Negro).

Allí un día los vecinos lo encontraron muerto. No había quien le pagara el entierro y Renée Oppen con un grupo de amigos, reunieron unos pesos.

Y la misma Renée, escribió este epitafio para Irigoitía: "Su vida fue oscuridad, mas nunca hubo en él confusión, para recordar a sus hijas, la gloria de Grecia y su paleta de pintor. Su alma ya no está en soledad porque el frío de la muerte lo llevó al calor de Dios. Y ahora tienen respuesta todas las preguntas que su cuerpo doliente nunca pudo hallar". Este es el mas singular de nuestros personajes: un peregrino de la calle que hablaba inglés, pintaba hermosas marinas, era culto y conocía el mundo.

Era -siempre lo fue- un filósofo.

Publicado el 7/02/88

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